LA GRAN
CUESTIÓN
(Rafael Barrett)
Para desprender la ceniza el banquero dio
en el cigarro un golpecito con el meñique cargado de oro y de rubíes.
– Supongo -dijo- que aquí no nos veremos
en el caso de fusilar a los trabajadores en las calles.
El general dejó el cóctel sobre la mesa, y
rompió a reír:
– Tenemos todo lo que nos hace falta para
eso: fusiles.
El profesor, que también era diputado,
meneó la cabeza.
– Fusilaremos tarde o temprano
-dictaminó-. Por muy poco industrial que sea nuestro país, siempre nos quedan
los correos, el puerto, los ferrocarriles. La huelga de las comunicaciones es
la más grave. Constituye la verdadera parálisis, el síncope colectivo, mientras
que las otras se reducen a simples fenómenos de desnutrición.
El general levantó su índice
congestionado:
– Sería vergonzoso
limitar el desarrollo de la industria por miedo a la clase obrera.
–
La tempestad es inevitable -agregó el profesor-. Las ideas se difunden
irresistiblemente. ¡Y qué ideas! Cuanto más absurdas más contagiosas. Han
convencido al proletariado de que le pertenece lo que produce. El árbol
empeñado en comerse su propio fruto… Observen ustedes que los animales
suministradores de carne son por lo común herbívoros. El Nuevo Evangelio
trastorna la sociedad, fundada en que unos produzcan sin consumir, y otros
consuman sin producir. Son funciones distintas, especializadas. Pero váyales
usted con ciencia seria a semejantes energúmenos. Los locos de gabinete tienen
la culpa, los teorizadores y poetas bárbaros a lo Bakunin, a lo Gorki, que
pretenden cambiar el mundo sin saber siquiera latín. Se figuran que el
proletario tiene cerebro. No tiene sino manos; las ideas se le bajan a las
manos, manos duras, que aprietan firmes, y que, apartadas de la faena subirán
al cuello de la civilización para estrangularla.
– ¡Qué tontería, los pobres obstinados en
ser ricos! -suspiró el banquero-. ¡Como si los ricos fuéramos felices! Estamos
agobiados de preocupaciones, de responsabilidades. La fortuna es un obstáculo a
nuestras virtudes. Nos es muy difícil entrar en el paraíso, cuando tan fácil
les sería a ellos si se resignaran. Y no se resignan, no creen ya en Dios. Sin
Dios, todo se desquicia. ¿Por qué no se conforman los pobres con su suerte,
como nosotros los ricos nos conformamos con la nuestra?
– Ya no les basta el sufragio universal
-dijo el profesor-. No les satisface esa ilusión que tan útil nos era. Ahora
quieren arreglar por sí mismos sus asuntos. Nada más peligroso.
– Las leyes son deficientes -exclamó el
general-. La ley debe asegurar el orden, y no hay orden posible sin trabajo. La
asociación de agitadores, la huelga, son delitos. El trabajo no puede cesar. En
el instante en que el trabajo cesa, el orden se destruye. El trabajo es santo,
es una plegaria, como leí ayer. ¿Acaso el espectáculo de Buenos Aires sin pan,
peor que si la sitiara un ejército, es un espectáculo de orden? Yo, militar, hubiera
hecho fuego sobre los huelguistas. Los hubiera considerado extranjeros,
enemigos de la patria. ¡Sacrílegos! A mí, sin la patria no me sería posible
vivir.
– Lo terrible no es que se nieguen a
respetar y defender el orden establecido -dijo el profesor-, sino que, con el
pretexto de que no tienen patria, viajen por otras patrias, llevando consigo la
rebelión y la dinamita. Buenos Aires está plagado de anarquistas rusos. Y
sigamos elevando salarios, y disminuyendo horas de labor, para que el obrero ¡maldita
cultura superflua!, compre libros o aprenda a fabricar bombas.
– En lo que hicimos bien -notó el
banquero-, fue en no autorizar aquí mítines contra la nación amiga, o contra
las autoridades amigas. Es equivalente.
– Sí -apoyó el general-. Cualquier autoridad
será amiga nuestra. Seamos lógicos. Lo confieso, yo estaré del lado de los
cañones. No es sólo mi oficio, sino mi doctrina. Y si los rebeldes se resisten
a construir cañones, obliguémosles a cañonazos. ¿Verdad?
Un
criado anunció que el almuerzo se había servido. Los tres personajes pasaron al
comedor, donde les esperaban las ostras y el vino del Rhin.