RESPUESTA A UNA HERMANITA DE LA CARIDAD
Esta la contestación que le ha dado la
compañera Laura a una funcionaria de prisiones que parece ser que ella trabaja
en una Residencia de Ancianos de primera clase, donde todo es felicidad y alegría
o vive en un mundo imaginario.
Realmente creemos que no vive en el mundo
real y menos en las cárceles de este país donde TODAVÍA Y CON COMPLICIDAD, ALEVOSIA, NOCTURNIDAD y todos los
adjetivos que queramos añadirle, SE
TORTURA, SE MATA Y SE DEJA MORIR a PERSONAS como si fueran animales.
Esa Complicidad y ese mirar hacia otro
lado es el que nos duele, lo demás quizás podríamos ser capaces de aguantarlo,
pero SOLO QUIZÁS.
Recibimos
el e-mail de una funcionaria de prisiones que no cree que el nuestro sea un
compromiso serio y responsable; que no comparte el mensaje; que no está de
acuerdo con él.
Ésta
ha sido la respuesta:
La
verdad es que llevo varios días queriendo sentarme a escribirte, pero por
suerte o por azar no he podido hacerlo hasta ahora. Si me paro a pensarlo puede
que buscara excusas para no tener que hacerlo, para retrasar el momento o qué
sé yo, para evitar tener que recordar lo miserable que somos como especie.
Agradezco mucho que me enviaras tus valoraciones y, si te soy sincera, las
esperaba con impaciencia. Las he leído varias veces para saber cómo o por dónde
empezar a escribir y, sin tenerlo muy claro todavía, he tomado la decisión de
escribirte de todo corazón, sin más. Olvidándome de las consideraciones
jurídicas o sistemáticas, me he decidido por las meramente humanas que, por
desgracia, a su vez, suelen ser también las más olvidadas.
Esta
semana han muerto dos personas en prisión. Puede que hayan sido más, pero yo me
he enterado de dos, que ya me parecen muchas. Diría que demasiadas, como
siempre. Siempre son demasiadas, por pocas que puedan ser. La primera de esas
muertes se produce en una celda de aislamiento por incendio. Constará en las
estadísticas como muerte accidental, claro. Increíble. La segunda de ellas no
es menos indignante y viene antecedida por lo que hemos decidido reflejar en el
corto: torturas, inmovilizaciones y la persistente negativa de asistir al
hospital; todo ello con la legitimidad que el reglamento penitenciario otorga a
tales situaciones por la necesidad de restablecer el correcto funcionamiento
del centro. Cláusula de impunidad donde las haya. Su madre Dolores cuenta lo
sucedido en el siguiente enlace. Te invito a que lo escuches 5 minutos desde el
minuto 8. Lo hago con el corazón encogido y las tripas revueltas. Escuchar a
esa madre es mucho más que desgarrador, pero por suerte me he recordado antes
de empezar a escribir que somos una especie miserable. Ya deberíamos estar
curados de espanto y, sin embargo, somos muchas las personas que no nos
acostumbramos a que eso suceda, que lloramos con cada una de esas muertes, que
nos acongojamos con cada caso que se torna mediático en el entorno
anticarcelario por las irregularidades en que incurre. El día que dejemos de
hacerlo, sencillamente, estaremos muertos.
Soy
consciente de que lo que reflejamos no es el día a día de las 65.000 personas
que viven presas; de que hemos elegido una realidad minoritaria para darle
difusión a un mundo con dificultades muy complejas; y de que el vídeo puede
resultar molesto para las personas que sí que trabajan con el empeño y la
ilusión de devolverle una segunda oportunidad a quien lo necesita, entre las
que altruista y modestamente podría incluirme. Tampoco creo que esas personas
sean la mayoría o la regla general ahí dentro porque, en un sistema masificado
que obliga a la desatención más que la atención, toda frustración profesional
es poca.
La
megafonía avisaba a 15 de ellos para que fueran visitados por la psicóloga.
¿Qué iba a poder hacer ella en una hora con toda esa gente sino rellenar un
mero formulario? No me extraña que dimitan. En honor a su vocación, yo también
lo haría, sobre todo si me dedicara al ámbito sanitario. ¿Cuántos médicos
habrán dejado de ejercer en prisión por una mera cuestión de principios
deontológicos? Me horroriza pensarlo, aunque más me horroriza pensar en los que
se quedan, en los que empastillan y medican sin ton ni son a personas que,
francamente, solo necesitan amor. “El pan es lo primero”, supongo que dirán. El
pan, y todo lo que pueda acompañarle. El pan sería perfectamente compatible con
la excarcelación de los enfermos terminales y lo cierto es que, por desgracia,
la enfermedad terminal sigue siendo la primera causa de mortalidad en prisión,
pese a lo previsto en el reglamento penitenciario. Recuerdo el estado de
letargo en que nos recibían muchos de ellos cuando entraba a intervenir con la
ONG (la cual, dicho sea de paso, dejé por complaciente). Pastillas a granel,
medicación de contrabando, recetas a diestro y siniestro, despersonalización,
prisionización. Psicotrópicos legales para amansar a las fieras: a mayor fuera
de juego, menor guerra darán. No bastando con eso, no son pocas las personas
que se ven privadas de un tratamiento médico, aun a riesgo de costarles la
vida. ¿Imaginas por un momento cómo deben de sentirse las familias de quienes
padecen Hepatitis C? Por si fuera poco tener a un ser querido en prisión, esas
familias lidian y batallan contra una administración que todo lo puede, que
todo deshumaniza y que todo lo arrasa. Mientras, por supuesto, la persona
hepática pierde la vida. Lo cierto es que se mueren; y no se mueren, los
matamos. ¿Qué consuelo podemos darle a cuantas personas no pudieron despedirse
de quien se despidió de la vida encerrado entre hormigón? El mero hecho de
intentarlo, vuelve a recordarme que somos miserables.
La
verdad es que a mí también me molesta mucho el contenido del corto, no te
engañaré: me destroza, me desolla, me desarma. Me toca como pueda tocarle a la
madre que ve impotente el sufrimiento de su hijo; me molesta y me duele como si
su dignidad fuera la mía y, de hecho, de todo corazón, creo a ciencia cierta
que lo es. No dormiré tranquila mientras haya un solo ser enjaulado, qué le
vamos a hacer. Ésa será mi lacra y mi virtud, supongo.
Me
consta que las personas que quieren cambiar el sistema desde dentro son muchas,
o quizás no tantas, pero sé que son, que existen, que las hay. En realidad
estoy convencida de que son una minoría, de que la mayoría simplemente se ha
acostumbrado a desempeñar su puesto, tan mecánico y rutinario como pueda serlo
cualquier otro. Imagino situaciones en las que, por nada del mundo, quisiera
estar en la piel de los de tu cuerpo, pero por otro lado imagino que no debe de
ser difícil acostumbrarse a las condiciones laborales del cargo, pese a los
recortes. Sé que aun así, con todo, hay gente interesada en el porvenir de
quienes algún día serán puestos en libertad y, de no ser por ello, no creo que
nunca hubiéramos podido intercambiar impresiones, aunque sea por este medio tan
impersonal. Yo no estoy a favor ni de las generalizaciones ni de los prejuicios
(lo contrario me hubiera impedido entregarme al medio penitenciario), por lo
que, en ese sentido, siempre será un placer poder poner en común ideas,
perspectivas y valoraciones. No obstante eso, imagino que la buena voluntad de
algunas personas no es suficiente; que no es óbice para que las situaciones
minoritarias, que contaminan y convierten en repugnante toda la institución,
sean pasadas por alto. Nuestra intención no ha sido la de ofender a nadie, ni
mucho menos, sino la de dar a conocer una realidad que no por aislada deja de
existir. Nosotros no queremos engañar a nadie, sabemos que no reflejamos el día
a día de la generalidad de las personas presas (así lo indicamos en el making
off en el que estamos trabajando) pero, a su vez, sabemos también que recogemos
la de aquellas personas que necesitan atención de la forma más urgente. Presos
dispersados, aislados, clasificados en FIES…: necesitan que se hable de ellos.
Por
suerte (y por desgracia también, según se mire) la tortura física y el régimen
de aislamiento son excepcionales con respecto a la modalidad ordinaria en la
que suelen ejecutarse las penas privativas de libertad, pero no por ello debe
dárseles menor importancia. Es muy grave que en un Estado que se dice
democrático, social y de derecho se den estas situaciones anacrónicas,
inhumanas e indignas. Mientras tanto, el Tribunal de Estrasburgo y el Consejo
de Europa nos van sacando los colores; que es lo de menos, pero que ahí está.
Es lo de menos porque lo de más es siempre el sufrimiento de la familia que le
pone la piel a esos informes y a esas sentencias, pero no es un secreto que en
las cárceles españolas se tortura. Ahí está el exsubdirector médico de Quatre
Camins y sus secuaces, entre muchas otras condenas que han visto la luz; y las
que no han podido llegar a hacerlo porque las pruebas, al haber sido obtenidas
con objetos prohibidos en los centros, han sido declaradas nulas de pleno
derecho. En ese orden de ideas, y desde un ánimo conciliador más que ofensivo,
tampoco es secreto que parte del cuerpo al que perteneces es cómplice de los
continuos trapicheos del intramuros. Tampoco será la regla general (quiero
pensar), pero a poco que suceda, ¡ya sabes! Por un perro que maté, mataperros
me llamaron. La implicación de algunos funcionarios en la compra-venta de
elementos prohibidos es algo harto conocido por las personas de dentro, las
familias de fuera y los jueces de vigilancia penitenciaria, por lo que en este
sentido no creo descubrirte nada nuevo. “Don Luis me ha traído una botella de
Whisky y una hamburguesa de McDonalds para celebrar el año nuevo”, va y me
dice.
A
estas alturas de la película no es sorpresa que el estar en una situación de
poder acaba corrompiendo a las personas. Por suerte no caen todas, ni mucho
menos, pero por desgracia todas conviven con ese riesgo y a sabiendas de que,
si buscan la tentación, la encontrarán. Supongo que es un problema sin
acusaciones, de mera naturaleza humana o qué sé yo, de lo miserable que
volvemos a ser. Ahí están las brigadas anti-droga de la policía y sus
recurrentes condenados, que poco tienen que ver con la cárcel pero que
ejemplifican a la perfección lo que vengo diciendo. Aun así, en el medio
penitenciario tenemos a la médico de Aranjuez y a los mafiosos del corazón de
cerdo en Mallorca, entre un sinfín de casos más. No entro ya a valorar los
incontables chantajes y abusos de poder que, sin ser constitutivos de delito,
son tanto o más perjudiciales para las personas de dentro como pudieran llegar
a serlo los penados jurídicamente. Mismamente Alcalá-Meco tiene antecedentes de
funcionarios condenados por abusos sexuales, por lo que el catálogo de
irregularidades es, por desgracia, tan variado como abundante. Refiero casos
concretos porque realmente existen; porque no es hablar por hablar; porque
puedes buscarlos y porque encontrarás mil más si indagas al respecto. El patrón
se repite. Una y otra vez. El abuso de poder y de autoridad es una constante
legitimada y promovida por la propia estructura del sistema penitenciario, por
lo que la raíz del problema es difícil de atajar sin hallar una alternativa a
las prisiones; sin abolirlas. Una y otra vez, aunque no sea mayoría; una y otra
vez, hay que denunciarlo.
No
queremos ofender a quienes de verdad puedan preocuparse por el porvenir de esas
personas, claro que no, ojalá hubiera muchas más, pero tratar de contribuir a
sus segundas oportunidades sin poner de manifiesto tales realidades es una
contradicción en sí misma. No hay más ciego que el que no quiere ver: hay que
depurar el sistema; a sabiendas de que es algo del todo imposible. No erró
demasiado el profesor Zimbardo al extraer las conclusiones de su experimento en
la cárcel ficticia de Stanford: cuando las personas se someten a una ideología
legitimadora contando con apoyo institucional, la personalidad individual
desaparece en pro de la conducta autoritaria que se espera de ellas. Parece que
el patrón se repite en todos y cada uno de los cuerpos con funciones atribuidas
en materia de seguridad, ¡vaya suerte la nuestra!
Mientras
haya autoridad, habrá abuso de poder y, por desgracia, no es difícil anticipar
quién lo pagará. Serán las mismas personas de siempre: las más indefensas o con
menos recursos; las más vulnerables; las más próximas al riesgo de exclusión
social; las que ya han sido excluidas. La verdad es que en su conjunto, el
sistema es un despropósito.
El
espacio elegido para el rodaje, al que también hacías mención, es la antigua
cárcel de Segovia. Se hace llamar antigua porque en el año 2000 la ciudad
inauguró el centro penitenciario que hay abierto en la actualidad, pero en
realidad la anterior estuvo operativa hasta el año 2002, por lo que ni es tan
antigua, ni es una recreación que nosotros hayamos llevado a cabo. Las
historias que cuentan sus paredes no son tan lejanas en el tiempo, por mucho
que diste de la fría infraestructura macrocarcelaria a la que nos hemos venido
acostumbrando. De hecho, el fin de semana pasado tuve la oportunidad de ver el
vídeo con varias personas que siguen viviendo dentro y, para mi sorpresa y
decepción, una de ellas no hacía más que decir lo mucho que ese sitio le
recordaba a la Modelo de Barcelona y a Jerez de la Frontera (dispersión aparte,
claro).
Francamente,
yo creo que hemos hecho un buen trabajo. El mensaje no es que nosotros podamos
acabar con la tortura a golpe de carta, claro que no, ojalá pudiéramos; pero sí
que podemos no perder de vista lo mucho que nos necesitan. Eso es lo que
queríamos dar a entender y, creo yo, eso es lo que se está entendiendo. Por
suerte son muchas las personas que ya se han animado a escribir y, por suerte
también, muchos son los espacios que se han ofrecido a acogernos para poder
organizar debates y proyecciones públicas. Todo en conjunto viene a reafirmar
que, efectivamente, las cárceles necesitan visibilidad. La gente lo pide a
gritos: las familias se ven desesperadas y desbordadas por la impotencia; las
personas de dentro ansían que se hable de ellas, que se las escuche, que se preste
atención a sus problemas, que no dejemos que esas paredes se cobren ni una sola
vida más. No podemos dejar que esas paredes sigan cargándose a nuestra gente; a
nuestros padres y madres, a nuestros hijos e hijas, a nuestros hermanos y
hermanas, a nuestros seres queridos.
Aun
así, de haber optado por reflejar el día a día de quienes viven sin altercados
en segundo grado, créeme, el sobrecogimiento no hubiera sido menor, sino
distinto. Después de implicarme hasta el punto de acoger en mi casa a quienes no
tenían dónde ir (con la imprudencia ciega, lo reconozco, de haber dado acogida
a personas que ni siquiera conocía previamente…); después de compartir comidas
y cenas con un sinfín de familias agradecidas por la atención dada a sus
respectivos hijos; después de compartir centenares de cartas con las personas
de dentro; después de haberme encerrado durante días con personas que han
desarrollado un trastorno agorafóbico a raíz de su estancia en prisión; después
de haberme convertido en el paño de lágrimas de tantas y tantas almas
desorientadas; después de haber recorrido miles y miles de km (sin exagerar,
miles) para compartir unas escasas horas de libertad… llego a la conclusión
irrefutable de que no solo duelen los golpes.
Duele
la soledad, el desarraigo, el olvido. Duele ver cómo se enganchan a la metadona
personas que, sin antecedentes de consumo alguno, se abocan a ella por estar
bien visto en las Juntas de Tratamiento (así las llaman). Duele ver cómo una y
otra vez son chantajeados con los permisos, las progresiones de grado y las
celdas de aislamiento. Duele saber que hasta que no se descubra quién mete la
droga en el módulo, el pronunciamiento de la Junta será desfavorable. Duele
saber que se ganan unos míseros días de libertad a costa de pisotear la de sus
compañeros. Duele saber que hay registros, que hay cacheos, que hay amenazas.
Duele saber que cada una de las cosas que haga quien esté en el punto de mira,
puede suponerle un parte, una sanción, la retirada de los permisos, la
incomunicación. Duele saber que muchos de ellos están manteniendo relaciones
amorosas con quienes les custodian; que eso les perjudicará, que les traerá
problemas. Duele saber que no reciben las cartas, que son interceptadas,
intervenidas, perdidas. Duele saber que viven en unas condiciones máximas de
sometimiento, que la autonomía de su voluntad está completamente anulada, que
viven sin el amor y el cariño que tanto bien les haría. Duele saber que el
sábado ese niño volverá a colgarse llorando de los barrotes que conducen a las
salas del vis, que de nuevo volverá a gritar que quiere abrazar a su padre, que
de nuevo volveré a ver como él, que acaba de despertar a su propia conciencia,
está pagando la cárcel con su padre; que de nuevo volverá a salir con la
frustración del cristal, del no beso, del no abrazo, de la pasarela en llantos.
Duele saber que, de nuevo, somos una especie miserable, por no hablar de lo que
duele rodearse de todas esas familias que, haciendo sacrificios inhumanos,
semana tras semana aparecen con las gafas de sol para ver a sus seres queridos.
Duele saber que las llevarán haga el tiempo que haga, porque no hay forma
humana de simular el dolor, de esconder los miedos, de acostumbrarse a esa
rutina. Duele saber que la llamada se cortará automáticamente a los 5 minutos;
que puede que mañana no llame; que puede que le haya pasado algo. Duele saber
que trabajan 8 horas por 12 míseros euros al día; que son mano de obra barata;
que las empresas se lucran cobrándose su dignidad. Duele saber que no estamos
construyendo futuro, que estamos destruyéndolo; que hay quienes perderán buena
parte de su vida para acabar siendo deportados. Duele saber que muy pocos
tienen asistencia legal; que las familias no pueden permitírselo; que los de
oficio no hacen todo cuánto podrían. Duele saber que las cicatrices que
atraviesan sus brazos quedarán de por vida; que esa marca les recordará por y
para siempre lo muy miserables que un día se sintieron; que no tuvieron motivos
para seguir respirando. Duele saber que hay quien, en contra de su voluntad,
aprovecha sus permisos de salida para meter a sus hijos en un avión que los
llevará al otro lado del mundo; que hay quien presencia como los mismos son
dados en adopción a miles y miles de km sin poder hacer nada por evitarlo; que
hay quienes salen por 3 días y, pese a la prohibición de abandonar el
territorio de la Comunidad Autónoma, tienen que cruzar el país de punta a punta
para ir a firmar donde el juez le pide. Duele que las cundas se sucedan como
métodos de represión sin tener que dar cuentas a nadie; que se aísle y se
disperse a quienes deciden no someterse a la hoja de ruta que otras personas
han diseñado para su vida y que las familias carezcan del derecho a conocer,
del derecho a la verdad. Duele saber que hay quienes reciben pinchazos a la
fuerza, medicación impuesta, letargo obligatorio. Duele saber que no estamos
haciendo las cosas bien; que hay quienes no tienen donde caerse muertos; que
nos los estamos cargando; que les estamos privando de un futuro mejor o
simplemente de un futuro; de su familia, de sus ilusiones, de sus
oportunidades; que dos de cada tres personas cumpliendo condena volverán a
entrar en prisión. Duele saber que quieren hacernos creer que ésa es la manera
de ayudarles y que, de hecho, lo consiguen; duele que en la calle las cárceles
sean hoteles, que sean sitios en los que debamos dejar que la gente se pudra,
que cada vez queramos recurrir a ellas más y más, que esas personas se den por
perdidas, por irrecuperables, por indeseables. Duele que hayamos instaurado formalmente
la cadena perpetua, si bien en la práctica nunca ha dejado de existir. Eso es
lo que duele, que seamos lo suficientemente ignorantes como para poder creer
que el tratamiento de esas personas pasa por su desarraigo social y no por
colmarles de amor y cariño.
Es
muy triste alegrarse de que, estando al teléfono, un funcionario te pregunte
por su nombre y no por su número. “Hay esperanza”, te hace creer. Luego te ves
escribiendo cartas con un remite que no es el tuyo para que no te intervengan
la correspondencia y vuelves a caer en la cuenta de lo negro que está el
asunto. Es ridículo. No encuentro otra palabra para describirlo más que ésa.
Sencillamente es ridículo tener que proveerse de varias identidades para poder
dedicarle unas líneas de aliento a quien las necesita. El problema está en que
si escribes a varias prisiones del territorio nacional y, más aún, a personas
que tienen contacto entre sí, por no mentar a quienes están clasificados como
FIES, van a sospechar de ti. ¡Cuántas cartas me habrán devuelto con el sello de
“no consta”! ¿No consta? La impunidad está servida. ¿Y qué podemos hacer contra
eso? Nada: enviarla una y otra vez con distintos nombres hasta que la reciban.
Persistir, insistir, resistir. Hacer que persistan, que insistan, que resistan.
No nos queda otra, supongo. Si vieras cómo me llegan algunas de sus cartas, se
te caería el alma al suelo. Mi madre me las reenvía al extranjero desde hace un
par de meses y, sin ni siquiera abrirlas, se ha dado cuenta ya de la manera en
que las cierran para averiguar si se las abren. “Pobrecitos”, me dice: no ha
tardado demasiado en darse cuenta de lo mucho que necesitan que les escribamos
y, de hecho, ya ha empezado a hacerlo. Tonterías como ésa denotan situaciones
que no deberían de darse: ¿por qué está mal visto que una persona pueda
escribir a varias cárceles? ¿por qué está mal visto que una persona pueda
comunicar con varias personas a la vez? La institución sospecha de quien se
compromete con la causa. “Son los que meten la droga”, deben de pensar. Menuda
estupidez.
Tengo
la sensación de no estar esforzándome ni lo más mínimo por abreviar en
respuesta pero, de todo corazón, no encuentro buenos motivos para ello. Por
respeto a cada una de las lágrimas que han emborronado las cartas que recibo; a
cada uno de los abrazos que la institución me ha privado de darles; a cada una
de las familias que se sacrifica lo indecible para una ridícula comunicación de
40min a través de un sucio cristal; a cada una de esas cicatrices; a cada una
de las enfermedades contraídas en el intramuros; a cada una de las emociones,
ilusiones y esperanzas que la cárcel les ha arrebatado… no encuentro motivos
para abreviar.
Y
si realmente te apetece corroborar mi perspectiva con las personas que han
sufrido en carnes tales realidades, te aseguro que las mismas estarán
encantadas de compartir su experiencia personal contigo. Algunas de ellas las
encontrarás todavía en prisión, como Javier Guerrero “Gaviota” (con una huelga
de hambre a sus espaldas de más de 4 meses y con una enfermedad degenerativa
que se desencadena tras un episodio sobreseído de torturas en la cárcel de
Zuera), Gabriel Pombo da Silva (que lleva preso desde los años 80), José
Antúnez Becerra (en idéntica situación de cadena perpetua encubierta), Noelia
Cotelo (que imagino conocerás…), etc. Los hay también que siguen cumpliendo
condena en libertad condicional, como es el caso de Ávila Navas, condenado
desde los 80 y hasta los treinta y pico, ahora también a la silla de ruedas; o
personas que, por suerte o por proceso, ya han cumplido la total, como es el
caso Amadeu Casellas o de tantos y tantos expresos de la COPEL (o de la no
COPEL). Cualquiera de esas personas podrá ponerte la piel de gallina con la
historia que les ha tocado vivir, te lo garantizo. Lamentablemente, faltan
muchas otras personas que se fueron demasiado pronto pero, incluso en este
sentido, los no presentes también nos aleccionan sobre la realidad de las
cárceles españolas. Adjunto te envío el testimonio de Xosé Tarrío que, por
desgracia, salió en 2005 con los pies por delante y que, a día de hoy, es todo
un referente en la lucha anticarcelaria.
Demasiado
les debemos porque demasiado les hemos quitado.
Nos
toca seguir escribiéndoles. Nos toca devolverles la confianza que la cárcel les
ha arrebatado: la confianza propia, la confianza social, la confianza en su
futuro. Nos toca hacerles sentir que no sobran, que no son deshechos sociales,
que aquí fuera se les espera con los brazos abiertos, que aquí fuera se les
quiere como no se les ha querido dentro, que no volverán a entrar. Que serán
capaces de ello. Que no estarán solos. Que nunca estarán solos.
Pese
a ello, a Dolores nada ni nadie le devolverá su hijo.
Un
abrazo,
L.